Conferencia pronunciada en el Colegio de Médicos de Viena en 1904 (*238)
Una invitación de vuestro llorado presidente, el profesor Von Reder, me permitió desarrollar ante vosotros, hace ya ocho años, algunas consideraciones sobre la histeria. Poco tiempo antes, en 1895, había publicado, en colaboración con el doctor José Breuer, los Estudios sobre la histeria (*239), y basándome en los descubrimientos realizados por mi colaborador, había iniciado la tentativa de introducir un nuevo tratamiento de la neurosis. La labor concretada en aquellos Estudios no ha sido felizmente vana. Las ideas en ellos mantenidas sobre la acción patógena de los traumas psíquicos a consecuencia de la retención del afecto y la concepción de los síntomas histéricos como resultados de una excitación transferida desde lo anímico a lo somático, ideas para las cuales creamos los términos de «descarga por reacción» y «conversión», son hoy generalmente conocidas y comprendidas. Ninguna descripción de la histeria -por lo menos ninguna de las publicadas por autores de lengua alemana- deja ya de tener en cuenta tales ideas, y su aceptación, por lo menos parcial, se ha generalizado entre nuestros colegas. Pero a su aparición hubieron de provocar singular extrañeza.
No puede decirse lo mismo del método terapéutico propuesto simultáneamente a la exposición de tales teorías. Este lucha aún por ser aceptado. La causa de semejante desigualdad puede buscarse en razones especiales. La técnica del nuevo método se hallaba aún muy poco desarrollada al publicarse los Estudios sobre la histeria, privándome así de dar en ellos, a los lectores médicos, las indicaciones que hubiesen podido capacitarlos para llevar a cabo, por sí mismos y hasta el final, tal tratamiento. Pero, además de estos motivos particulares, han actuado otros de carácter general. Muchos médicos ven todavía en la Psicoterapia un producto del misticismo moderno y la consideran anticientífica e indigna del interés del investigador, comparada con nuestros medios curativos físico-químicos, cuyo empleo se basa en descubrimientos fisiológicos. Vais a permitirme que me constituya en defensor de la causa de la Psicoterapia y señale a vuestros ojos lo que semejante opinión tiene de injusta y de errónea. En primer lugar, haré constar que la Psicoterapia no es ningún método curativo moderno. Por el contrario, es la terapia más antigua de la Medicina. En la instructiva Psicoterapia general, de Löwenfeld, podéis leer cuáles fueron los métodos de la Medicina antigua y primitiva. En su mayoría pertenecen a la Psicoterapia. Para alcanzar la curación de los enfermos se provocaba en ellos un estado de «espera crédula», que todavía nos rinde actualmente igual servicio. Tampoco después de haber descubierto los médicos otros medios curativos han desaparecido nunca por completo del campo de la Medicina las tendencias psicoterápicas .
En segundo lugar, he de advertiros que nosotros, los médicos, no podemos prescindir de la Psicoterapia, por la sencilla razón de que la otra parte interesada en el proceso curativo, o sea el enfermo, no tiene la menor intención de renunciar a ella. Y conocéis las luminosas explicaciones que sobre esta cuestión debemos a la escuela de Nancy (Liébault, Bernheim). Sin que el médico se lo proponga, a todo tratamiento por él iniciado se agrega en el acto, favoreciéndolo casi siempre, pero también, a veces, contrariándolo, un factor dependiente de la disposición psíquica del enfermo. Hemos aprendido a aplicar a este hecho el concepto de «sugestión», y Moebius nos ha mostrado que la inseguridad que reprochamos a muchos de nuestros métodos terapéuticos debe ser atribuida precisamente a la acción perturbadora de este poderoso factor. Así, pues, todos nosotros practicamos constantemente la Psicoterapia, aun en aquellos casos en que no nos lo proponemos ni nos damos cuenta de ello. Pero el abandonar así al arbitrio del enfermo, en vuestra actuación sobre él, el factor psíquico, tiene el grave inconveniente de que dicho factor escapa a vuestra vigilancia, sin que podáis dosificarlo ni incrementar su intensidad. ¿No será entonces una aspiración injustificada del médico la de apoderarse de este factor, servirse de él intencionadamente, guiarlo e intensificarlo? Pues esto y sólo esto es lo que os propone la psicoterapia científica.
En tercer lugar, habré de recordaros el hecho generalmente conocido de que ciertas enfermedades, y muy especialmente las psiconeurosis, resultan mucho más asequibles a las influencias psíquicas que a ninguna otra medicación. Según un dicho muy antiguo, lo que cura estas enfermedades no es la medicina, sino el médico, o sea la personalidad del médico, en cuanto el mismo ejerce, por medio de ella, un influjo psíquico. Sé muy bien que entre vosotros goza de gran favor aquella teoría a la que Vischer ha dado una expresión clásica en su parodia del Fausto goethiano:
'Ich weiB, das Physikalische
wirkt öfters aufs Moralische'
Sobre la moral,
lo físico en toda ocasión influye.
Pero ¿no habrá de ser mucho más adecuado y posible influir sobre la moral de un hombre con medios morales, o sea psíquicos? La Psicoterapia nos ofrece procedimientos y caminos muy diferentes.
Cualquiera de ellos que nos conduzca al fin propuesto, a la curación del enfermo, será bueno. Las promesas de mejoría que prodigamos consoladoramente a los enfermos corresponden ya a uno de los métodos psicoterápicos. Pero al ahondar en la esencia de las neurosis no hemos hallado nada que nos obligue a limitarnos a semejante consuelo y hemos desarrollado las técnicas de la sugestión hipnótica y las de la Psicoterapia por distracción y entretenimiento y por provocación de afectos favorables. Todas ellas me parecen estimables y las emplearía en circunstancias apropiadas. Si, en realidad, me he limitado a un único método, al que Breuer denominó «catártico» y yo prefiero llamar «analítico», ha sido tan sólo por razones subjetivas. A consecuencia de mi participación en la génesis de esta terapia me siento personalmente obligado a consagrarme a su investigación y al perfeccionamiento de su técnica. Puedo afirmar que la Psicoterapia analítica es la más poderosa, la de más amplio alcance y la que consigue una mayor transformación del enfermo. Abandonando por un momento el punto de vista terapéutico, puedo afirmar también que es la más interesante y la única que nos instruye sobre la génesis y la conexión de los fenómenos patológicos. Por la visión que nos procura del mecanismo de la enfermedad anímica, es también la única que puede conducirnos más allá de sus propios límites e indicarnos el camino de otras formas de influjo terapéutico.
Con relación a este método psicoterápico, catártico o analítico, vais a permitirme que rectifique algunos errores y exponga algunas aclaraciones: a) He observado que este método es confundido frecuentemente con el tratamiento por sugestión hipnótica, pues, entre otras cosas, algunos colegas que no suelen considerarme, en general, como su hombre de confianza, me envían a veces -enfermos refractarios, naturalmente-, con el encargo de que los hipnotice. Ahora bien: hace casi ocho años que no empleo ya el hipnotismo para fines terapéuticos (salvo en algunos ensayos aislados), y, por tanto, suelo devolver tales envíos con el consejo de que quienes confían en la terapia hipnótica deben practicarla por sí mismos. En realidad, entre la técnica sugestiva y la analítica existe una máxima oposición, aquella misma oposición que respecto a las artes encerró Leonardo de Vinci en las fórmulas per via di porre y per via di levare. La pintura, dice Leonardo, opera per via di porre, esto es, va poniendo colores donde antes no los había, sobre el blanco lienzo. En cambio la escultura procede per via di levare, quitando de la piedra la masa que encubre la superficie de la estatua en ella contenida. Idénticamente, la técnica sugestiva actúa per via di porre; no se preocupa del origen, la fuerza y el sentido de los síntomas patológicos, sino que les sobrepone algo -la sugestión- que supone ha de ser lo bastante fuerte para impedir la exteriorización de la idea patógena. En cambio, la terapia analítica no quiere agregar nada, no quiere introducir nada nuevo, sino, por el contrario, quitar y extraer algo, y con este fin se preocupa de la génesis de los síntomas patológicos y de las conexiones de la idea patógena que se propone hacer desaparecer. Esta investigación nos ha procurado importantes conocimientos. Por mi parte renuncié tempranamente a la técnica sugestiva, y con ella a la hipnosis, porque dudaba mucho que la sugestión tuviera fuerza y persistencia suficientes para garantizar una curación duradera. En todos los casos graves vi desvanecerse pronto la sugestión sobrepuesta y reaparecer la enfermedad o una sustitución equivalente. Además, esta técnica tiene el inconveniente de ocultarnos el funcionamiento de las fuerzas psíquicas, no dejándonos reconocer, por ejemplo, la resistencia, con la cual se aferran los enfermos a su enfermedad y se rebelan contra la curación, factor que es precisamente el único que puede facilitarnos la comprensión de su conducta en la vida.
b) También me parece muy difundido entre mis colegas el error de creer que la técnica de la investigación de los agentes patológicos y la supresión de los síntomas por dicha investigación son cosas fáciles y naturales. Sólo así puedo explicarme que ninguno de los muchos colegas a quienes interesa mi terapia y opina resueltamente sobre ella me haya pedido nunca información sobre la forma de aplicarla. Alguna vez he oído también con asombro que en tal o cual sala del hospital el médico director había encargado a uno de sus jóvenes ayudantes el «psicoanálisis» de un histérico. Tengo la seguridad de que si se tratase del análisis de un tumor extirpado a un enfermo, el mismo médico director no lo encargaría a un ayudante al que no supiera perfectamente impuesto en la técnica histológica. Por último, llega también a mí de cuando en cuando la noticia de que algún colega está sometiendo a uno de sus pacientes a una cura psíquica, y como me consta que ignora en absoluto la técnica de tal cura, he de suponer que confía en que el enfermo le revele espontáneamente sus secretos o busca la salvación en una especie de confesión o confidencia. No me extrañaría nada que semejante tratamiento dañase al enfermo en lugar de beneficiarle. El instrumento anímico no es nada fácil de tañer. En estos casos, recuerdo siempre las palabras de un neurótico famoso en todo el mundo, pero que nunca fue tratado por ningún médico, pues sólo vivió en la imaginación de un poeta. Me refiero al príncipe Hamlet, de Dinamarca. El rey ha enviado junto a él a dos cortesanos para sondearle y arrancarle el secreto de su melancolía. Hamlet los rechaza. En este punto, traen a escena unas flautas. Hamlet toma una y se la tiende a uno de los inoportunos, invitándole a tañerla. El cortesano se excusa, alegando su completa ignorancia de aquel arte, y Hamlet exclama: «Pues mira tú en qué opinión más baja me tienes. Tú me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más grave al más agudo de mis tonos; y ve aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de armonía, que tú no puedes hacer sonar. ¿O juzgas que se me tañe a mí con más facilidad que una flauta? No; dame el nombre del instrumento que quieras; por más que lo manejes y te fatigues, jamás conseguirás hacerle producir el menor sonido.» (Acto III, escena 2.ª)
c) Por algunas de mis observaciones habréis podido ya adivinar que la cura analítica entraña ciertas particularidades, por las que dista mucho de ser una terapia ideal. Tuto, cito, jucunde; la investigación y la rebusca en que se basa no auguran ciertamente una rápida obtención del fin curativo, y la mención de la resistencia os habrá hecho sospechar la emergencia de dificultades poco gratas en el curso del tratamiento. Efectivamente, el tratamiento psicoanalítico plantea grandes exigencias, tanto al enfermo como al médico. Para el enfermo se hace demasiado largo y, en consecuencia, muy costoso, aparte del sacrificio que ha de suponerle comunicar con plena sinceridad cosas que preferiría silenciar. Para el médico a más de la prolongada labor que ha de dedicar a cada paciente, resulta harto trabajoso, por técnica especialísima que ha de aprender a aplicar. Por mi parte no tendría nada que oponer al empleo de procedimientos terapéuticos más cómodos, siempre que con ellos se obtuvieran también resultados positivos. Pero mientras que un tratamiento penoso y largo cure mejor que otro sencillo y breve, habremos de preferir siempre el primero, no obstante sus inconvenientes. Así, la moderna terapia del lupus es, desde luego, mucho más incómoda y costosa que los antiguos raspados y cauterios, y, sin embargo, significa un gran progreso, pues obtiene la curación radical. Sin que ello suponga extremar la comparación, puede afirmarse que el método psicoanalítico tiene también derecho a igual privilegio. Hasta ahora sólo he podido desarrollarlo y contrastarlo en casos muy graves, en enfermos que habían pasado años enteros recluidos en un sanatorio y habían probado ya todos los procedimientos terapéuticos, sin encontrar alivio. No puedo, por tanto, precisar aún la acción de mi terapia en aquellas otras enfermedades menos graves, de emergencia episódica, que vemos desaparecer bajo los más diversos influjos o incluso espontáneamente. La terapia analítica ha sido creada para enfermos prolongadamente incapacitados para la vida, se ha ido perfeccionando en su tratamiento, y su mayor triunfo ha sido devolver a un número muy satisfactorio de estos enfermos su plena capacidad. Ante estos resultados, todo esfuerzo ha de aparecer pequeño.
d) Las numerosas dificultades prácticas con las que ha tropezado mi actividad me impiden daros ya una relación definitiva de las indicaciones y contraindicaciones del tratamiento analítico. Convendrá, sin embargo, aclarar algunos puntos: 1. No debemos atender tan sólo a la enfermedad, sino también al valor individual del sujeto, y habremos de rechazar a aquellos enfermos que no posean un cierto nivel cultural y condiciones de carácter en las que podamos confiar hasta cierto punto. No debe olvidarse que también hay hombres sanos carentes de todo valor, y que siempre nos inclinamos demasiado a atribuir su inferioridad a la enfermedad en cuanto hallamos en ellos algún signo de neurosis. A mi juicio, la neurosis no implica necesariamente la «degeneración», aunque no sea nada raro encontrarla coexistiendo con fenómenos de degeneración en el mismo individuo. Pero la Psicoterapia analítica no es un tratamiento de la degeneración neurótica, que, por el contrario, pone un límite a su eficacia. Tampoco es aplicable a personas que, al someterse a tratamiento, no lo hagan espontáneamente, sino por imposición de sus familiares. Más adelante nos ocuparemos de otra condición capital para la aplicación del tratamiento psicoanalítico: la de que el sujeto sea aún susceptible de educación.
2. Si queremos avanzar seguramente, habremos de limitar nuestra elección a personas capaces de un estado normal, pues el procedimiento psicoanalítico tiene en él su punto de partida para llegar a apoderarse de lo patológico. Las psicosis y los estados de confusión mental y de melancolía profunda (pudiéramos decir tóxica) contraindican así la aplicación del psicoanálisis, por lo menos tal y como hoy se practica. De todos modos, no creo imposible que una vez adecuadamente modificado el método analítico quede superada esta contraindicación y pueda crear una psicoterapia de las psicosis. 3. La edad de los enfermos desempeña también un papel en su selección para el tratamiento analítico, pues, en primer lugar, las personas próximas a los cincuenta años suelen carecer de la plasticidad de los procesos anímicos, con la cual cuenta la terapia -los viejos no ya educables-, y en segundo, la acumulación de material psíquico prolongaría excesivamente el análisis. El límite opuesto sólo individualmente puede determinarse; los individuos muy jóvenes, impúberes aún, son a veces muy asequibles a la influencia analítica. 4. No se acudirá tampoco al psicoanálisis cuando se trate de la rápida supresión de fenómenos amenazadores; por ejemplo, en una anorexia histérica.
Ante esta serie de contraindicaciones pensaréis quizá que el campo de aplicación del psicoanálisis es extraordinariamente limitado. Quedan, no obstante, formas y casos patológicos más que suficientes en los que contrastar nuestra terapia; todas las formas crónicas de histeria, el amplio sector de los estados obsesivos, las abulias y otras perturbaciones análogas. Consignaremos, por último, con satisfacción que la eficacia y la rapidez de nuestra terapia crecen en razón directa del valor individual del sujeto y de su nivel moral e intelectual.
e) Queréis seguramente preguntarme si la aplicación del psicoanálisis no puede causar algún daño a los pacientes. Puedo afirmaros que una cura analítica desarrollada por un médico perito en la técnica del análisis no supone peligro alguno para el enfermo, y espero que otorguéis a nuestra terapia la misma benevolencia crítica que en general estáis dispuestos a conceder a otros métodos terapéuticos. Sólo pueden juzgarla de otro modo aquellos profanos que acostumbran imputar al tratamiento cuantos fenómenos surgen en un caso patológico. No hace mucho tiempo existía aún un prejuicio semejante contra los balnearios. Algún enfermo a quien se aconsejaba visitar un establecimiento de este orden se resistía, alegando que un conocido suyo había ido a un balneario en busca de la curación de un ligero padecimiento nervioso y se había vuelto loco en el curso del tratamiento hidroterápico. Como adivinaréis, se trataba de casos incipientes de parálisis general, que en su estadio inicial podían ser enviados a un balneario y que siguieron en él su curso fatal hasta la demencia manifiesta. Mas para los profanos, la culpa de aquella agravación no podía ser sino el agua. Tampoco los médicos se muestran libres de estos prejuicios cuando se trata de métodos nuevos. En una ocasión emprendí la cura psicoterápica de una mujer que había pasado gran parte de su vida en alternativas de manía y melancolía, haciéndome cargo de la enferma al final de una fase de melancolía. Durante dos semanas pareció mejorar, pero a la tercera se inició una nueva fase de manía. Tratábase, seguramente, de una modificación espontánea del cuadro patológico, pues quince días son un plazo muy corto para que el psicoanálisis comience a producir algún efecto; pero el ilustre médico -ya fallecido- que asistía conmigo a la enferma no pudo retener su opinión de que aquella «agravación» era imputable a la Psicoterapia. Estoy seguro de que en otras circunstancias hubiera demostrado mejor sentido crítico.
f) Para terminar he de decirme que no es justo venir reteniendo ya tanto tiempo vuestra atención en favor de la Psicoterapia analítica sin explicaros en qué consiste semejante tratamiento y en qué se funda. Claro es que la brevedad a que estoy forzado no me permite daros más que ligeras indicaciones. Así, pues, os diré que nuestra terapia se funda en el conocimiento de que las representaciones inconscientes -o mejor dicho, la naturaleza inconsciente de ciertos procesos anímicos- es la causa primera de los síntomas patológicos. Compartimos esta convicción con la escuela francesa (Janet), que refiere el síntoma histérico a la «idea fija» inconsciente. Pero no temáis que por este camino nos adentremos en el sector más oscuro de la Filosofía. Nuestro inconsciente no es el mismo que el de los filósofos, y, además, la mayoría de los filósofos no quiere saber nada de «lo psíquico inconsciente». Pero si os colocáis en nuestro punto de vista, advertiréis en seguida que la traducción a lo consciente del material inconsciente dado en la vida anímica del enfermo tiene que corregir su desviación de lo normal y destruir la coerción que pesa sobre su vida psíquica. La voluntad consciente no alcanza más allá de los procesos psíquicos conscientes, y toda coerción psíquica se funda en el psiquismo inconsciente. Tampoco habréis de temer que la conmoción producida por la entrada de lo inconsciente en la conciencia perjudique al sujeto, pues ya teóricamente puede demostrarse que la acción somática y psíquica de los impulsos anímicos hechos conscientes no puede ser nunca tan fuerte como la de los inconscientes. Sabido es que el dominio de todos nuestros impulsos lo conseguimos haciendo actuar sobre ellos nuestras funciones psíquicas más altas, dotadas de conciencia.
Pero también podéis elegir otro punto de vista para la comprensión del tratamiento psicoanalítico. El descubrimiento y la traducción de lo inconsciente se lleva a cabo contra una continua «resistencia» del enfermo. La emergencia de lo inconsciente va enlazada a sensaciones de displacer, a causa de las cuales es rechazado siempre de nuevo. En este conflicto que se desarrolla en la vida anímica del enfermo interviene el médico. Si consigue llevar al enfermo a aceptar algo que hasta entonces había rechazado (reprimido) a consecuencia de la regulación automática determinada por el displacer, habrá logrado llevar a buen término una parte importante de labor educativa. Ya el hecho de mover a madrugar a un individuo que sólo a disgusto abandonaba el lecho es una labor educativa. Pues bien: el tratamiento psicoanalítico puede ser considerado como una segunda educación, encaminada al vencimiento de las resistencias internas. En los nerviosos, la necesidad de esta segunda educación se hace sentir especialmente en cuanto al elemento anímico de su vida sexual. En ningún lado han producido la civilización y la educación daños tan graves como en este sector, en el cual hallamos las etiologías principales de la neurosis. El otro elemento etiológico, la aportación constitucional, nos es dado como algo inmutable y fatal. Surge aquí una condición importantísima para el médico. Ha de poseer un alto nivel moral y haber vencido en sí mismo aquella mezcla de salacidad y mojigatería, con la cual acostumbran enfrentarse muchas personas con los problemas sexuales.
Surge aquí una nueva observación. Sé que mi acentuación del papel de la sexualidad en la génesis de las neurosis se ha difundido en círculos muy amplios. Pero también sé que las restricciones y la minuciosidad sirven de poco con el gran público. La multitud tiene poco sitio en la memoria y no conserva de las afirmaciones más que su nódulo, creándose extremos fácilmente visibles. También algunos médicos creen que mi teoría refiere en último término las neurosis a la privación sexual. No falta ciertamente tal privación de las condiciones de vida de nuestra sociedad. Dada semejante premisa, lo inmediato sería eludir el penoso rodeo a través de la cura psíquica y buscar directamente la curación, recomendando al enfermo, como medicina, la actividad sexual. Si esta deducción fuera exacta, no veo nada que pudiera detenerme de hacer al paciente tal recomendación. Pero la cuestión es muy distinta. La privación sexual es tan sólo uno de los factores que intervienen en el mecanismo de la neurosis. Si fuera el único, la consecuencia no sería la enfermedad, sino el desenfreno sexual. El otro factor, igualmente imprescindible y que se suele olvidar demasiado fácilmente, es la repugnancia sexual de los neuróticos, su incapacidad de amar, aquel rasgo psíquico al que hemos dado el nombre de «represión». Sólo del conflicto entre ambas tendencias surge la enfermedad neurótica y, por tanto, la libre actividad sexual sólo en muy contados casos puede ser recomendable en las psiconeurosis. Para terminar, habréis de permitirme unas palabras de defensa. Queremos esperar que vuestro interés por el psicoanálisis, despojado de todo prejuicio hostil, nos apoyará en la labor de conseguir también resultados positivos en el tratamiento de casos graves de psiconeurosis.